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De camino a Barranquilla

  • Daniela Hernández
  • 25 oct 2015
  • 2 Min. de lectura

Era casi mediodía cuando empezó mi travesía. Había pasado unos días descansando en la

ciudad que me vio nacer, Santa Marta, y llegaba el momento de volver a mi día a día.

Desde hace casi tres años vivo en Barranquilla, por lo que debo admitir que ya perdí la

cuenta de las veces que he tenido que ir de un lado a otro, pero lo curioso de esto, es que,

aunque es algo tan común para mi, nunca me había detenido a pensar que entre estas dos

ciudades tan cercanas, hay una cultura totalmente diferente, con variedad de etnias,

gastronomía y paisajes. Y es tan palpable, tan evidente, que no entiendo cómo no lo noté

antes.

El tráfico estaba bastante movido, típico de un lunes festivo, todos de vuelta a la realidad.

Un sol inclemente adornaba el cielo y lo único que cualquier mortal podría pensar era:

¿Cuánto falta para llegar a donde venden los cocos? Pero el trayecto, aunque no muy largo,

apenas comenzaba y había mucho que ver antes de llegar a nuestro destino.

A la media hora de viaje, nos recibió Ciénaga, un municipio lleno de música y folclor,

conocido ante el mundo por la leyenda que cuenta la historia del hombre caimán, a lo lejos

se veía la gente en sus casas, algunas muy humildes, pero alegres en medio de todo.

Avanzamos un poco más y llegamos a Pueblo Viejo, otro municipio, mucho más pequeño y

bastante olvidado, que es reconocido por sus salinas llenas de basura en las que se ganan

la vida algunos de sus habitantes, muchos ni siquiera saben que existe.

A unos pocos kilómetros está el primer peaje, los vendedores ambulantes aparecen como

por arte de magia, todos al mismo tiempo, ofreciendo rosquitas, pan de yuca, almojábana,

queso con bocadillo y galletas griegas; puedo dar fe de que vale la pena detenerse y

probarlos todos. Y es aquí cuando empieza lo más bonito del recorrido: la fusión entre un

mar de leva que ha obligado a construir una muralla, ciénagas dormidas, árboles frondosos,

más adelante el Río Magdalena, tranquilo, despejado y un cielo azul que completa el

panorama.

Llegamos al segundo peaje y la emoción era más por tomar agua de coco, que por haber

llegado a Barranquilla, hicimos la respectiva parada y saciamos nuestro antojo. El puente

Pumarejo nos dió la bienvenida y de inmediato estábamos contagiados por el ambiente de

carnaval en el que vive todo el año esta ciudad.

Fue entonces cuando me detuve a pensar cómo dejamos pasar tanto ante nuestros ojos,

tantas veces, sin darnos cuenta de todo lo que nos rodea. Es cuestión de perspectiva, vale

la pena hacer el ejercicio.

 
 
 

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© Asignatura de Periodismo V Programa de Comunicación Social y Periodismo Universidad del Norte

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